sábado, 19 de diciembre de 2009

WHISKY ADOLESCENTE

Trató de repetir las frases aprendidas durante el desayuno que su padre había sostenido con sus enardecidos colegas: “Esta guerra nos llevará al carajo. Ya nadie puede detenerla”. Cerraba los ojos, hacía luego un esfuerzo por recordar y volvía a repetir las mismas frases una y otra vez jugando con su voz, tratando de que ésta fuera cada vez más grave, cada vez mas parecida a la de su padre, que bien podría haber sido locutor de radio en lugar de doctor. “La gran guerra se lleva a nuestros mejores hombres y Europa se quedará sin manos para trabajar. Nuestros país tendrá más muertos por hambre que en el campo de batalla”. Se miraba luego los pantaloncillos cortos y la camisa arremangada que cubría sus brazos delgados y faltos de fuerza. Vió entonces que en nada se parecían a los del Dr. Brown, tan alto y tan fuerte.
Pensó entonces en escapar y con un abrigo encima y el pantalón gris que solía ponerse en las fiestas familiares, se presentaría ante el general, el sargento o…quien sea que reclutase hombres para la guerra. Se convertiría entonces en uno de ellos, en un hombre valeroso que ofrendaría su vida por la causa nacional que nadie conocía. Se miró luego al espejo y vio que todavía era imberbe.
Se dirigió entonces al salón desde donde escapa una densa fumarola con olor a tabaco, abrió las puertas intempestivamente, se paró frente a su padre que charlaba plácidamente con otra de sus viejas amistades, descansó luego las manos en la cadera y comenzó a repetir las frases del desayuno…”Esta guerra nos…Europa se quedará…los muertos…” No pudo entonces hilar una sola idea, sentía sobre la lengua un peso que le impedía vociferar siquiera una palabra, las manos le temblaban tanto que tuvo que pasarlas detrás de la cintura para esconderlas de las miradas estupefactas de los dos hombres. Después de un momento de silencio obligado por la extrañeza de su padre y su colega ante la gracia del joven adolescente, éstos soltaron tremendas risotadas.
El chico salió corriendo y fue a internarse a su recámara, se escondió luego tras la oscuridad que invadía la habitación y es que había mandado pedir unas cortinas a cuadros verde y rojo, pues en todas las casas que solía visitar con sus padres, había visto que las recámaras de los hombres lucían unas semejantes y el había dispuesto que permanecieran así, abiertas, expuestas en todo su esplendor.
Se acostó sobre su cama y las miró con detenimiento, llevaba tres días mirándolas, perdiéndose en la hondura y la simetría de los cuadros verdes y rojos, que a veces lucían más verdes y a veces más rojos. Los miraba buscando escapar de la extraña adolescencia que le atacaba y que le parecía insoportable sufrir en un mundo regido por los adultos que hablaban de política, fumaban, leían y comían hasta el hartazgo. Ser adulto significaba hacer todas esas cosas que él a los 13 no podía.
Un día, cargando risas y murmullos, un aroma dulce se coló hasta su recámara seduciendo sus sentidos. Aquél aroma le recordaba a algo que nunca había vivido, pero que ansiaba vivir, por lo que decidió ir a ver de donde provenía. Se dirige hacia una salita donde su padre solía reunirse con los amigos y se da cuenta de inmediato que ese aroma se desprende de unas botellas verdes cuyo licor bebían plácidamente aquellos hombres.
Luego entonces, a pesar de las advertencias de su padre, se atrevió a adentrarse en la antesala, infringiendo por primera vez una de las reglas de oro del hogar y se topó con una copa finamente tallada que alguno de los invitados habría olvidado y que contenía ese licor que para su sorpresa no era verde como su botella y lo tomó lleno de expectación.
Mientras lo bebía, escuchaba que los hombres entretejían anécdotas de política, de mujeres, de historia, de viajes, a la par que la copa se entrelazaba entre sus dedos. Escuchaba después el roce de las bolas de billar, olía el aroma de los cigarrillos y los puros que exhalaban aquellas bocas que no podía ver, observaba luego las cortinas de cuadros que cubrían los largos ventanales y pensaba que lucirían bien en su recámara, la que ahora exigía convertirse en una alcoba seria y respetable que acogiera al nuevo hombre que acababa de nacer.

Mili

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