lunes, 30 de noviembre de 2009

"Nota de diario" -Silencio-


Una tarde de Mayo.

Tengo 56 años. Vivo cerca de una ciudad, entre una pequeña loma a las afueras, casi llegando al mar. Mi esposo trabaja por su cuenta, en casa o a veces renta un cuarto en las cabañas del cerro del tequila. Es músico y una vez al mes toca en el bar de la esquina del centro. Yo escribo como siempre, no por oficio ni confesión, ni por alivio… o bueno eso según la ocasión… En fin, tengo una hija de 20 años y ….

Bueno para que tanto cuento, sí, justo abrí mi diario para contar una cosa verdaderamente importante que me sucedió en la vida. Resulta que me morí, pero hasta ahora no había podido tener la fuerza siquiera para escribir de eso. Pero bueno todos tenemos nuestros momentos y permisos de duelo, la verdad es que a mi me pesó bastante. Pero en fin…

Resulta que la mañana del 27 de Mayo de 2053 desperté con una sensación rara. No era una sensación como la de despertar sin saber dónde se esta; sin reconocer algunas partes del pasado como pasado. No, fue una sensación de plenitud. Desperté sintiendo la absoluta plenitud, esa que el simple hecho de haberla vivido, aunque fuese impermanente incluso en el acto mismo de vivirla; aunque supiese que eso no sería eterno: el mismo acto de plenitud total, convencía al ser humano en capaz de seguir viviendo. El deseo de vivir absoluto, fundado en aquel instante en el que hubo sentido; el recuerdo de dicho instante traía la misma alegría necesaria para seguir deseando la vida… por siempre.

Así desperté y la mañana se veía igual. Era un juego de colores. La luz que entraba de entre mis cortinas tintas y transparentes, iluminaba la habitación cálidamente, como estar dentro de las brazas de un fogón; pero uno pacífico, no violento como el fogón del fuego. Un fogón de celofán.
Bajé las escaleras de mi casa, me serví un café y llame a una amiga mía. Eran las 9:40 de la mañana. Platicamos cerca de cuarentaycinco minutos; de la vida, de mis planes de dejar de fumar para mi cumpleaños número sesenta. De que ella acababa de empezar clases de danza electrogrunge, un estilo peculiar de los nuevos guettos de puerto rico, una combinación entre la electrosalsa, reggeatón casero y el naufragio de un grupo de orquesta de Tailandia que se declararon ocupas y se instalaron en la isla caracol; vivían del espectáculo de performance en vivo cada sábado. Muy famosos y admirados especialmente por los locales.

Bueno en fin, (me he vuelto a perder).

El caso es que hablé con mi amiga, desayuné un par de panes con mermelada de naranja agria y queso, y unos espárragos con jocoque para asentar la comida. Descansé la cabeza sobre la mesa mirando hacia el jardín. Admiré, como se admira cuando se tiene el tiempo de detenerse. Como la mañana de mi jardín; ante mis ojos. La observé un montón de minutos, diminutos y gigantes, uno a uno los minutos pasaron y yo, sostuve la mirada en la palma, el limón, las gardenias y los helechos de las esquinas. La enredadera se dibujaba sedienta y seductora por la pared, abrazando los espacios en una naturaleza viva. Todo sucedió con la sensación de quien fija la mirada unos segundos y al parpadear despierta de un estado hipnótico en vigilia. Pero habían pasado ya un montón de minutos.

Subí a mi recamara y escogí el vestido del día. Sin saber que era verdaderamente “el día”; sin esa noción de certeza de la que hablan las historias de suspenso baratas. Sólo sentí que escogía el vestido del día, de una forma cuidadosa, atenta, gloriosa, deleitante por ser la vestimenta del día; la máscara del instante.
Tome un baño, limpié cada parte de mi cuerpo, con ternura. Cante en el baño y me miré los pies un buen rato. Al salir me que dé sentada unos minutos en la tasa. Mojada y mojando la cerámica del retrete, observando mis pies, mis rodillas humedecidas y la toalla blanca con que me cubría. Sintiendo la caricia del vapor del baño. Escuchando mi respiración.

Me alisté cautiva. Coordinando cada arete, cada accesorio con la mirada de mi
cuerpo. Manteniendo la transparencia del alma incluso en la combinación de mi existencia, mi instante final, yo.

Salí de casa acompañada de mi hija y mi marido. Llegamos a la recepción de un restaurant de la costa, había una reunión de amigos y familiares debido a los casi 60 años de un amigo de antaño. Los vi a todos, yo era la encargada de la lista de invitados. Crucé muchas miradas y sonrisas; los abrazos fueron auténticos, no importó de quien vinieran, eran abrazos.

Más allá de todo, recuerdo el baile con él, mi último baile. No fue una balada como lo hubiera soñado una quinceañera (que risa pero es verdad, esa fue mi quinceañera hablando). En fin, fue una canción gringa onda rock clásico; y las miradas. La risa, mejor aun, la carcajada que tuve a su lado. Sus manos eran manos vivas, cálidas y decisivas, las mejores manos. Así las viví, esa tarde como las mejores manos. Todo el. Un par de casi ancianos, soñando aun con la libertad, con el amor, con la alegría, la seducción preguntándose aun por la verdad, todo en un mismo baile.

El y yo volvimos temprano a casa, alrededor de las 9 de la noche. Nos pusimos las pijamas, cenamos un plato de cereal y preparamos un cigarrillo para festejar. Sobre el mueble de la ventana observamos la noche y sus millones de estrellas. Estrellas como minutos, millones de minutos, diminutos y gigantes, que contemplamos entre un abrazo y un suspiro. Al volver del parpadeo a la naturaleza viva de la noche, me di cuenta que mi vida se había terminado. Como se terminan los libros, de un lado al otro. Como se construye el silencio. El total mutismo de la existencia. Así me di cuenta de que mi vida había terminado; de un instante a otro.

RMO

…ni el silencio cabe donde la muerte llega, es ese lugar en donde uno comulga verdaderamente con el universo, es el origen del origen…

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