miércoles, 18 de marzo de 2009

ansiedad

La ansiedad controla los movimientos de la protagonista. Sin darse cuenta de ello, se muerde las uñas. O se toca el cuello constantemente (a veces también se enrolla con los dedos un mechón de pelo). Y también, de manera inconsciente, enciendo un cigarrillo con lo que queda de otro. La protagonista, que trabaja en una empresa telefónica, no puedo mantener su cuerpo (ni su mente) en paz. Hay algo que le preocupa. ¿Qué va a cenar? ¿Se topará con alguien que le pregunte algo en la calle? ¿Cuándo pagará sus facturas? ¿Encontrará el amor algún día? ¿Perderá los kilos que le sobran? ¿La juzgarán sus compañeras de trabajo? ¿Debería leer en lugar de ver la televisión (o tal vez, mejor, salir a correr)? Seguido piensa en salir a correr… Está convencida de que si moviera las piernas, podría sacudirse la violencia de la sangre que corre por sus venas. Porque si está sentada siente que el corazón le palpita y que los hombros se le tensan. Los nervios la invaden. Si saliera a correr, piensa. A la protagonista le cuesta trabajo decidir qué hacer. Tal vez sea mejor intentar dormir. Ah, es que hace mucho que no duerme. O que no duerme bien, como debiera. Cierra los ojos, después de una larga jornada laboral, cuando siente que ya no puede ni con los párpados. Pero en cuanto sus ojos ven negro, la mente se le enciende. Intenta alejar los pensamientos, pero las imágenes del pasado y del futuro son más fuertes que su determinación. Tal vez si dejara la empresa telefónica y me fuera a vivir a la playa… Tal vez si encontrara a un hombre que estuviera a dejarlo todo por mí. Tal vez si fuera al supermercado en la mañana… Compraría unas fresas; no mejor manzanas, que son más económicas. No, no puede dormir. Entonces, después de intentar varias posiciones, decide, vencida, encender la luz. Camina por su departamento. Qué soledad, qué silencio. Enciende un cigarro, otro. Va a la cocina, abre la alacena. No, no debe comer. La cierra. Se sienta en el sillón. ¿Una película? Sólo tiene filmes románticos, y está harta (lo acaba de decidir) de ser testigo de la dicha ajena. La protagonista se dirige al baño. Se contempla en el espejo. Hace círculos con el cuello. Levanta los brazos. Si saliera a correr... la idea le llega de nuevo. Pero ya es noche. Y los maleantes atacan por la noche. Podría correr sobre un mismo punto, sin desplazarse, en su departamento. Pero entonces los vecinos del piso de abajo la escucharían. También le gustaría gritar (no sabe por qué, pero cree que se sentiría muy bien). Pero molestaría a quienes duermen (o preocuparía a quienes todavía están en vela). Habla un poco mientras se contempla. Tal vez, piensa, si viviera con alguien no tendría necesidad de hablar sola. Sale del baño y se sienta sobre el borde de su cama deshecha. Percibe humedad bajo sus axilas. ¡Qué bien! Sudando en pleno invierno, piensa. Siente hormigas bajo la piel. Siente un chaleco de fuerza en su interior. Intenta hacer una posición de yoga que una compañera del trabajo le recomendó. Respira hondo y profundo, mientras piensa que dentro de pocas horas debe ponerse en pie de nuevo. A falta de medicamentos, el único remedio posible es salir a correr. Se viste con ropa sport, se amarra las agujetas de los tenis. Sale con determinación y pisa la calle.

Recorre a saltos trotadores la primera cuadra. Luego toma dirección hacia el parque de la colonia. Al principio tiene miedo. La ciudad está desierta y reina una oscuridad casi total. Después corre con valor. Comienza a sentir calor en sus brazos y piernas. Arden por dentro. Corre con más decisión. Corre y corre cuando aparecen ante su vista dos jóvenes sentados sobre una banca. La protagonista (a pesar de considerarlos sospechosos) mantiene la dirección y pasa frente a ellos, con la mirada dirigida al piso. Está a unos diez metros de ellos cuando considera superado el peligro (le pudieron haber detenido el brazo, abruptamente, al momento de pasar junto a ellos. También pudieron haberle impedido el paso). La corredora que no podía dormir sigue corriendo y sonríe con satisfacción. Cada vez se siente mejor. De repente escucha el paso de cuatro pies detrás de ella. Dos cuerpos masculinos la persiguen. Acelera el trote. Ladea la cabeza para calcular de reojo la distancia que le da ventaja. Escucha las pisadas. Resuenan como hierro contra hierro. O como la gotita constante que cae sobre un recipiente de agua. Corre lo más rápido que puede. Busca una luz. O una caseta de vigilantes. Imagina que las respiraciones agitadas de esos le rozan la espalda. Considera rendirse y pedir clemencia. Pero no. Está dispuesta a luchar. Y así, presa del miedo, mientras huye a zancadas y grita, grita, grita, se siente por fin liberada de la ansiedad que la dominaba antes.

VERA REYES

1 comentario:

  1. Que bárbara Vera! Y pensar que la ausencia de ansiedad implica siempre un grito, un salto... la presencia del gran riesgo! WOW! que fuerte :) GRACIAS!

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